“PEDAGOGÍA DE LA DIFERENCIA. UNA RECONCILIACIÓN IMPROBABLE”
"La educación es el lugar de la relación, del encuentro con el otro.
Es esto lo que es en primer lugar y por encima de cualquier otra cosa.
Es esto lo que la hace ser, lo que le da posibilidad de ser” José Contreras Domingo
Comienzo esta exposición con un interrogante: ¿puede la pedagogía occidental dar cuenta de las diferencias? Y propongo pensar en diferencias sin ningún tipo de carga negativa, quitándole absolutamente la carga negativa. ¿Cómo dar cuenta entonces de las diferencias?...
Seguramente, la pregunta no deberá ser “qué es la diferencia” sino “que hay” en la diferencia. No pensemos que es la inclusión, sino que hay en la inclusión.
Tomamos postura diciendo que la diferencia que conmueve a la educación es la diferencia de edad, la diferencia inter-generacional, ya que educar es la responsabilidad que toma la generación adulta de “transmitir” a la generación joven. Entonces la diferencia no es desigualdad, pero si asimetría. Hay asimetría en el acto de educar.
Cuando buceamos en el origen de la palabra pedagogía, nos remitimos a Grecia, y encontramos en ella el triple sentido de la esclavitud: el pedagogo era el esclavo que guiaba al niño hasta el lugar de instrucción. El niño era esclavo, pues por su edad no podía decidir por sí mismo. Y el instructor era esclavo de aquello que debía enseñar. En la actualidad el único esclavo que logró liberarse es el “pedagogo” que era el transportista, el que acompañaba en el camino hacia… los otros dos esclavos continúan siéndolo, tanto la infancia como quien enseña, no pueden liberarse.
Lo que la pedagogía intenta hoy, además, es que la infancia deje de ser infancia rápidamente. La nueva definición podría ser “Pedagogía es: el desdichamiento de la infancia”. ¿Y en qué consiste el desdichamiento? en imponer el proyecto adulto, proyecto que tiene una total falta de dicha común. Pareciera que el único proyecto de felicidad adulta consiste en pagar “las cincuenta cuotas de algún electrodoméstico”…
Tenemos que recuperar la dicha de un proyecto colectivo, ese sería un auténtico proyecto de felicidad común. Hoy ¿tenemos dicha por ser educadores?. No se trata de ser
apóstoles, sino de tener vocación por educar, o sea sentir amor por enseñar, que es sutilmente distinto a tener amor hacia el niño, se trata de tener deseo de enseñar.
Para entender la infancia hay que pensar en el tiempo. Hay un tiempo Kronos, que es el tiempo del adulto desdichado. Es un tiempo donde nunca queda tiempo para hablar, para escuchar, dialogar, o ser felices. Pero hay también un tiempo Aión que es el tiempo de la intensidad, es ese tiempo subjetivo propio de la infancia. Y hay tiempo Kairos, que es el tiempo de la ocasión, de la oportunidad. La infancia podrá seguir siendo infancia, pero no en tiempo Krono, sino en tiempo de intensidad y de oportunidad.
Tenemos que liberar a la infancia del proyecto adulto de desdichamiento, la infancia debe seguir siendo infancia todo el tiempo posible. Lamentablemente hoy el concepto “pobre” reemplaza al concepto infancia, sin embargo aún en situación de marginación, la infancia es infancia. Hay distinta maneras de entender la infancia:
La infancia que Walter Benjamin describió, que es la infancia mítica idealizada, utópica. Que posee un tiempo detenido, sin urgencias, sin utilitarismos. La infancia que no sabe qué querrá ser cuando sea grande. No deberíamos perder esta infancia, pero es la que está más en riesgo.
Hay una segunda infancia donde el tiempo es inútil, donde el niño no sabe nada porque es un ser que está en el pensamiento “concreto”, y luego podrá desarrollarse hasta llegar al pensamiento “abstracto”. Esta es una visión utilitarista, ya que el niño servirá para algo recién en el futuro. O sea, la infancia para esta visión es un tiempo perdido, y se respalda en las teorías evolucionistas que plantean que hay que “ir hacia”, hacia el ser grande, hacia lo que será útil.
Hay otra infancia que fue nombrada por la peor de todas las frases. Luis Pasteur describió la infancia diciendo. “me emociono cada vez que veo a un niño, pues pienso en aquello que podrá llegar ser”. ¿qué podría llegar a ser ese niño?… arquitecto, médico, taxista, drogadicto…
En lugar de eso deberíamos decir me emociono al ver al niño por lo que es. Es niño.
Evidentemente, la pedagogía persigue que ese niño se transforme, en aquello que “debería ser” y al hacerlo niega el tiempo de la niñez.
Otra visión es la de la infancia hiperproductiva, una idea con mucha afinidad con la adultez, ya que no se plantea la “productividad” sino la hiperproductividad, todo será medido entonces por el producto final.
Pero surge entonces la pregunta central ¿quién podrá mirar todo aquello que el niño produce? ¿Habrá lectores? ¿Habrá espectadores dispuestos a mirar, entender, enterarse? Es la triste metáfora de imaginar un blog por cada niño, pero un blog que no es visitado por nadie… donde hay ausencia de otro que mire.
Algo parecido ocurre respecto a la juventud, es usual oír la sentencia “estos jóvenes de ahora…”, una frase que ya fue pronunciada por Aristóteles al mismo tiempo que decía: “El joven no puede oír las lecciones de la política porque es esclavo de sus pasiones”, escindiendo así a los jóvenes de la política. Sin embargo es la juventud atada a sus pasiones la que se torna política.
Hay que desterrar la frase “estos jóvenes de ahora” al mismo tiempo que las conversaciones que entablamos con ellos a partir de lecciones de moral, porque entonces la conversación fracasa. No se puede dialogar con un joven si cuando nos hablan les decimos “eso está mal”. Más útil resultaría preguntarnos ¿que nos quieren decir?... o mejor aún ¿Nos quieren decir algo a nosotros?
Deberíamos pensar la pedagogía como conversación, como el estar juntos, como el estar con otro en la escuela. Y estar junto a otro no es igual que “incluir”, porque en definitiva ¿qué significa incluir? ¿Incluimos nosotros a nuestros hijos, amigos, hermanos, parejas?... a ellos ¿los incluimos o los queremos?
Estar juntos sería la conclusión de movimientos internos que dan sentido a la infancia y la juventud. Educación entendida como estar juntos, no entendida como inclusión, ni como diferencia, ni como diversidad.
Educar, es tomar una responsabilidad, pero hay que lograr “autorización” para que esa responsabilidad se efectúe en el campo educativo. Hoy ocurre una pérdida de autoridad docente. Las nuevas generaciones siempre han otorgado (o no) la autorización a las generaciones que la anteceden, sin embargo hoy esta cuestión está en conflicto, por lo que deberíamos preguntarnos los motivos por los cuales los jóvenes no nos autorizan.
Algunos autores plantean que los adultos no son autorizados porque los jóvenes esgrimen una legítima defensa, ante un mundo adulto que les presenta violencia, guerras, injusticias. Debemos reflexionar sobre cuál es el mundo que los adultos presentan, que hace que niños y jóvenes lo rechacen. Surge entonces la pregunta sobre ¿cómo hacer para que el mundo siga siendo mundo?
Antes se pensaba que educar era emprender un viaje, era emprender la búsqueda del saber. Hoy el viaje se hace hacia el interior, lo que se valora es la representación del saber. Pero educar debería seguir siendo un viaje hacia afuera, porque pensar hacia adentro nos induce a olvidarnos del mundo.
Retomando las ideas expuestas, tengamos presente que educar implica tomar responsabilidad, que requiere que estemos autorizados por las jóvenes generaciones, que debería seguir siendo un viaje hacia afuera, que es necesaria la transmisión. Y con esto no estoy hablando de “contenidos” sino de estar presentes a la hora de transmitir. Se trata, justamente, de la presencia que se pone en escena cuando nos comunicamos con los otros.
Por último, y lo más importante, educar consiste en pulverizar la idea de “normalidad”. Se trata de abrir un lugar dentro de la norma para dar lugar a que aparezco “lo otro”, la norma tiene orificios, espacios, brechas por donde se filtran las diferencias. Es preciso poner en cuestionamiento la idea de lo normal, y aliarse a las diferencias en lugar de a las normas.
Educación es necesidad de tiempo, debemos hacernos tiempo al interior del acto educativo. De lo contrario, si no disponemos de tiempo para el otro, nos convertimos en evaluadores en lugar de ser educadores. Es justamente cuando menos tiempo tenemos que más necesitamos de las normas. Y a la inversa, si nos damos tiempo, no necesitaremos juzgar, evaluar, controlar, medir. Si pudiéramos darnos tiempo para estar junto al otro, para conversar…
Hoy hay una aceleración del tiempo, porque el tiempo debe ser “productivo”. Entonces evaluamos, porque estamos dejando de trabajar para el alumno y trabajamos en cambio para el sistema.
¿Podríamos privilegiar la intensidad y la profundidad del tiempo, en lugar de la cantidad? Educar debería ser entendido como un “estar con”, como una conversación con otro. Y conversar es someterse a la lógica de lo desconocido, porque una conversación no se puede planificar, ni controlar, ni predecir. Significa en cambio el encuentro de distintos puntos de vista, miradas singulares, porque cada persona es singular. Y en esto no hay política alguna que pueda contrariar la singularidad… Conversar requiere que otro autorice, tener autoridad implica que el otro me autorice, porque si no ocurre sólo existirá autoritarismo.
“En cierto modo somos impunes al hablar del otro e inmunes cuando el otro nos habla.
Tal vez allí resida toda la posibilidad y toda la intensidad del cambio de amorosidad en las relaciones pedagógicas: nunca ser impunes cuando hablamos del otro;
nunca ser inmunes cuando el otro nos habla”
Carlos Skliar “Experiencia y Alteridad en Educación”
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